Si hay un pintor cuya figura haya sido ocultada por los tópicos es José Gutiérrez Solana.
Por una parte, él mismo alentó las pequeñas leyendas sobre su figura de pintor maldito y marginal. Por otra, su realidad vital lo situó muy al margen de la generación que miraba a las vanguardias parisinas desde Madrid.
Aquella generación tenía una pulsión cosmopolita a la que Solana era ajeno, de hecho fue a París y ni la entendió ni la disfrutó. Tal vez su forma de crecer en un medio tan extraño o quizá las circunstancias no óptimas de la salud mental familiar pesen de una manera insuperable en un artista que escruta la realidad circundante con la visión de un notario y el aplomo del matarife de reses. Su lectura de la violencia de la sociedad española es aterradora tanto cuando escribe como cuando pinta. Su generación vivía al margen de esa violencia. En los años 20 se huía del drama que pobló la pintura social de finales del XIX y que aún gustaba en el ámbito académico. Aquellos grandes cuadros que cambiaron el tema histórico por el social aún se encuentran en el primerísimo Picasso, el ejemplo es “Ciencia y caridad” hoy en el Museo Picasso de Barcelona. En esa violencia que el poder ejerce sobre las clases bajas o el destino sobre todos hay algo impostado, una cierta teatralidad. El hecho de que el médico de “Ciencia y caridad” sea el padre del pintor habla de esa realidad fingida, de la tragedia poetizada. Solana era incapaz de eso. Cuando afronta el drama humano ese drama humano huele a dolor, huele a drama. El sufrimiento es real y, por lo tanto, palpable.
No hay ridiculización del perdedor en sus cuadros ni exaltación del vencedor porque en esa España de Solana pierden todos. Huye de los modelos bellos incluso cuando pinta chicas de burdel o teatrillo. Es como si en su idea del mundo no existiese la belleza que todos anhelan; para él la belleza es la densidad pastosa de una pintura sucia, producto de una mirada que tal vez sea demasiado limpia, ajena a condicionantes sociales. La suciedad en esa mirada, común a los que falsean con su pintura la realidad, sería la poetización de las miserias decimonónicas o los falsos cuadros de historia de maestros que ya eran pasado sin haber sido presente.
España para Solana es violencia y fracaso físico o moral. Su lectura del mundo es la lectura del perro que pierde el ojo en el juego de niños crueles, es el toro que muere de una mala estocada y el torero que muere en el último derrote del animal. Es el imposible amor de una corista y es la belleza encerrada y decadente dentro de una vitrina en el Museo Arqueológico de Madrid. En ese mundo la violencia a veces es subterránea, otras aflora por todos los poros de un grupo de enmascarados borrachos en el carnaval de un pueblo castellano.
Solana estaba imposibilitado para la belleza convencional como lo estaba para la diplomacia o la corrección política, ese es el componente salvaje, a veces feroz, de su pintura, su escritura y su vida en general.