Porque no podíamos llamarnos de otra forma.
La historia de la vanguardia artística europea se construye en los bares y cafés más que en los museos. El café Pombo, Ramón Gómez de la Serna y José Gutiérrez Solana constituyen una de las cimas de la modernidad española y un momento necesario para entender la historia de la cultura española, especialmente en el siglo XX. Un café viejuno ya en 1912, sin más historia que la de un castizo local de Madrid, se convirtió en una especie de templo para la élite más progresiva del arte y las letras gracias a la idea de Ramón de emular lo que algunos cafés parisinos habían representado para la vanguardia parisina o -salvando las necesarias distancias- el Cabaret Voltaire de Zurich para Dada. No se imitó a Le Lapin Agile ni se buscó una europeización a toda costa, como en Els Quatre Gats de Barcelona, donde había bebido el primer Picasso, que también pasó por Pombo sin que Pombo pasase por él. Allí se conocieron y se ignoraron el malagueño y Solana, allí se edificó un intento de vanguardia que no olvidaba la raíz hispánica del asunto. Allí se emborracharon, escribieron y dibujaron las luminarias de su tiempo. Las reuniones de Bergamín, Juan Ramón, Juan Gris o Gaya contaron con presencias tan extraordinarias como el mexicano Diego Rivera junto a currantes que cenaban a altas horas y bebían en el Madrid de la canalla.
Aquel templo tenía su sumo sacerdote en Ramón y sus feligreses en la modernidad de todas partes que quería formar parte de aquello. Tenía una especie de libro sagrado en el diario que el sacerdote iba escribiendo pero necesitaba la imagen del altar. Esa imagen la pintó Solana, al que luego Ramón devolvió el favor escribiendo tal vez la más deliciosa biografía de un artista escrita en España.